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Recuerdos de un Bello amanecer en el puerto de GUAYMAS SONORA MEXICO

AGRADEZCO POR SIEMPRE ESTOS MOMENTOS SENSIBLES DE UN BELLO AMANECER PARA DESCANSAR HASTA LA ETERNIDAD, TENER Y PENSAR CONTIGO MAMITA MIM...

jueves, septiembre 15, 2011

historia de mexico en los inicios del grito de la madrugada del 16 de septiembre de 1810 con las voces de ¡viva la independencia viva la america muera el mal gobierno ¡








DESDE SU ARRIBO A SAN MIGUEL en la mañana del día 8 de septiembre de 1810, el capitán Allende
no había dejado de estar en actividad, poseído de una especie de "frenesí," como
él mismo lo llamara. Siguió carteándose con Hidalgo y con los aliados de Querétaro,
y la junta conspiradora san miguelense volvió a funcionar con grande animación en el
entresuelo de la casa de su hermano Domingo, noche a noche , mientras se bailaba a lo alto
.Transcurrida de este modo una semana entera, Hidalgo, cuya actividad no desmayara
tampoco, tuvo noticias, aunque vagas, sin duda procedentes de Guanajuato, de que había
orden de aprehensión en contra de su compañero, y mandó llamarlo con urgencia. Esto
acontecía el día 14. Allende partió después de la hora de comer acompañado de su
asistente Francisco Carrillo, y llegó a Dolores a las seis de la tarde. No encontrando
al Cura en su casa , fué a buscarlo a la de su ex compañero de armas, el español don
José Antonio Larrinúa, en donde según le dijeron lo encontraría de visita. Habitaba
éste a espaldas de la casa de Abasolo, en el callejón contiguo a la parroquia . Se hizo
anunciar el Capitán, y a nadie sorprendió su llegada, porque eran frecuentes sus viajes a
Dolores. Hidalgo le contestó que lo esperase, y sin dar tiempo a que entrara , se despidió
de Larrinúa, de quien era compadre, y salió, marchándose juntos los dos amigos.
Impuesto Allende de lo que había en su contra , entraron en pláticas él y su compa-
ñero ; mas como la vaguedad de las noticias no permitía tomar una determinación ,
propusiéronse esperar al día siguiente las nuevas que pudieran llegarles, quedando como de
costumbre alojado el Capitán en casa del Cura.
Nada resolvieron tampoco en todo el día siguiente, 15, pues estuvieron recibiendo
las mismas vagas noticias , y esto les hizo estar un tanto tranquilizados , debido a su
completa ignorancia de cuanto sucedía en Querétaro. Ningún incidente ocurrió , en efecto;
mas la noche vino a producirles alguna inquietud , por lo que Hidalgo se encaminó a la
casa del subdelegado don Nicolás Fernández del Rincón, en tanto Allende, que había
tenido la precaución de permanecer oculto, se dedicó a descansar.
Con cierta frecuencia concurría allí el Cura a jugar a las cartas en compañía de los
principales vecinos del pueblo. En aquella ocasión no sólo lo llevaba su arraigada
costumbre de hacer vida social, sino que se proponía obtener noticias en la propia fuente
de la autoridad, sondear su ánimo, y saludar al colector de los diezmos, don Ignacio
Diez Cortina, que allí se alojaba. Precisamente, hacía once días que este funcionario
había llegado a encargarse de aquel ramo en la jurisdicción, en lo que tuvo grande empeño
el propio Cura, como amigo de él y de su familia, y hasta hubo de salir a recibirlo en su
coche a la hacienda de La Erre, donde le hizo servir una espléndida comida. Se formaron
los partidos de mus y de malilla entre los concurrentes. Hidalgo formó el suyo con
doña Teresa Cumplido, esposa del Subdelegado y con doña Encarnación Correa. Hacia
las diez le avisaron que una persona lo buscaba; bajó al zaguán, volviendo después de
un rato, y continuó su partida. Según acostumbraba, a las once se puso en pie para
retirarse; pero antes de hacerlo, pidió a Diez Cortina le facilitase doscientos pesos de los
fondos del diezmo, sin duda para enterarse de su cuantía por si hubiera que echarse
sobre ellos, y la esposa del colector lo llevó a tomarlos a la pieza donde se guardaban,
marchándose a continuación el Cura, sin haber obtenido la menor noticia.
Comunicó Hidalgo a Allende el resultado de sus pesquisas, reducidas a que aún no
había indicios de saberse lo que ellos sabían y temían; consideraron que para cualquier
evento que se presentara o partido que se vieran forzados a tomar, contaban con algunos
elementos; acordaron las medidas que llevarían a la práctica llegado el caso, y se separaron
 yéndose el Cura a su aposento y el Capitán a la pieza que de ordinario se le destinaba.
Mientras tanto, de Querétaro había partido, ya un poco entrada la mañana de ese
día, el alcaide Ignacio Pérez con el aviso de la Corregidora para Allende. Desde al
salvar los aledaños de la población, tuvo dificultades tratando de no ser visto por ningún
vecino y menos por soldados de la guarnición ya alerta a cualquier movimiento sospechoso.
 En pleno camino, procuró evitar todo encuentro, esquivar los poblados, y tuvo
que vencer a cada paso los accidentes acumulados por la estación de lluvias en apogeo.
Mariano Lozada fue el primero en llegar a San Miguel, con la noticia adquirida en
México, del descubrimiento de la conspiración, pero ignorante de las aprehensiones. Al
expirar el día, el alcaide pudo caminar con mayor seguridad de no ser sorprendido,
aunque con más obstáculos por lo denso de las sombras; avanzada la noche, se iba acer
cando al término de su viaje. Francisco Loxero, portador de las mismas noticias que él,
llegaría mucho después, debido al rodeo que hiciera por Celaya.
Una solemne fiesta religiosa, costeada por el coronel don Narciso María Loreto de
la Canal, jefe del Regimiento de la Reina, animó a la villa durante algunas horas. Se
cantó misa, con motivo de la octava de la Virgen de Loreto, en la capilla de su nombre;
siguió un desfile del regimiento, y terminó la fiesta con un refresco ofrecido por el Coronel
y su esposa, en su casa. En todos los actos fue notoria la ausencia de Allende, al grado
de que se preguntara por él. En cambio el capitán Aldama asistió a cada uno de ellos,
y en la noche se encaminó a reunirse con sus compañeros los conspiradores.
Serían las diez de la noche cuando el emisario Ignacio Pérez hacía su entrada a San
Miguel, tras un recorrido de quince o dieciséis leguas. Derecho dirige los pasos de su
cabalgadura a la casa de don José Domingo Allende, donde se oía el son de la música y
la zambra del baile y las conversaciones, en la planta alta. Toca presuroso la puerta;
una criada sale a abrir y le pregunta por don Ignacio de Allende, a lo que la sirvienta
responde que se halla en Dolores en casa del Cura. En este instante, urgido por alguna
diligencia o celoso de vigilar cualquier incidente, se presenta Aldama y la criada desaparece.
 Entonces el alcaide llama al Capitán y le dice atropelladamente que era enviado
de la corregidora doña Josefa Ortiz a avisar a Allende que la conjuración había sido
descubierta y los conspiradores apresados, y que venía fuerza a aprehender a aquel militir y a él.
 A lo que Aldama, en extremo sorprendido, le preguntó:
-¡A mí, hombre!
-Sí señor; a vuesa merced, -le contestó Pérez.
Insiste Aldama en su pregunta, y Pérez le confirma de modo rotundo la noticia.
Seriamente alarmado el Capitán, abandonó la casa de don Domingo; fue a la suya a
requerir su caballo, y se puso sin tardanza en camino para Dolores, con sólo doscientos
pesos en el bolsillo. No llevaba mucho de caminar, cuando, sin esperarlo, alcanzó a Ignacio
Pérez, que en vez de quedarse en San Miguel o regresar a Querétaro, quiso seguir adelante.
 Preguntó Aldama sobre el rumbo que llevaba, y éste, que traía la idea de hablar
con Hidalgo y con Allende y pasar a ocultarse luego a la hacienda de Trancas, propiedad
de la familia Lanzagorta, de la que era apoderado su hermano el licenciado don Ignacio,
le respondió:
-Por allí... por Dolores.
-Pues acompañaré a su merced, le dijo el alcaide.
Continúan la marcha presurosos, y no obstante que Aldama se muestra reservado,
debe inquirir por la suerte de los compañeros de Querétaro, o el emisario ha de referirle
los acontecimientos motivo de su viaje.
En cuatro horas salvan la distancia de ocho leguas que separa una población de otra.
Al filo de las dos de la mañana arriban al pueblo, y Pérez inquiere por la casa del Cura,
a lo que el mílite explica que debiendo de pasar por la calle donde se encuentra, él se la
enseñará. Pero llegados los dos a ella, tocan el zaguán, e Hidalgo en persona pregunta:
-¿Quién es?
-Yo, -responde Aldama.
Y reconociéndolo el Cura en la voz, le contesta.
-Aguárdese vuestra merced.
Y se levantó él mismo a abrir la puerta , preguntándole qué andaba haciendo.
-Dando vueltas al mundo, -contesta el Capitán.
Hidalgo lo insta a que se apee y entre a tomar un chocolate , a lo que accede, no
obstante sus intenciones de ir a ocultarse y substraerse a todo. Echado pie a tierra, pasa
al aposento del Cura , relatándole los sucesos de Querétaro , en tanto Pérez, informado
de la habitación donde reposaba Allende, encamina allá sus pasos, viniendo luego los dos
a comunicar también a Hidalgo los hechos.
El Cura, con su serenidad y reposo habituales , mandó servir a Aldama el chocolate.
Enterado detalladamente de los sucesos , abarcó en un instante toda la gravedad de la
situación, discutiéndola brevemente y con calor , mientras Aldama tomaba el sabroso
alimento . De pronto , ordenó al mozo llamara a su cochero Mateo Ochoa , el que acudiendo
luego, le da en secreto algunas órdenes. Vienen en seguida su hermano Mariano Hidalgo
y su pariente Santos Villa, quienes toman parte en la plática , y entran después ocho
hombres armados , entre los que venían los dos serenos del pueblo, Vicente Lobo y
José Cecilio Arteaga.
Los capitanes , ante la perspectiva del fracaso de un levantamiento, visto sólo desde
el punto de vista militar , no hablaban sino de escapar , de ponerse a salvo todos; pero
entonces sucedió algo singular , algo inesperado . El Cura , en vez de vacilar , en vez de
amedrentarse, dando por concluídas las consideraciones que se hacían , se irguió resuelto,
con toda la grandeza de su espíritu fuerte , de su alma valerosa , y a tiempo que se calzaba
las medias , exclamó.
-¡Caballeros , somos perdidos ; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!
Aldama, que aún sorbía el chocolate , dijo aterrorizado:
-¡Señor, qué va a hacer vuesamerced , por amor de Dios! ¡Vea vuesamerced lo que
hace ! ¡ Vea vuesamerced lo que hace!
En ese instante , entró el cochero diciendo que don José Ramón Herrera, persona a quien
se le había mandado buscar , decía no serle posible venir "porque estaba medio malo."
El Cura dispone terminantemente que dos de aquellos hombres armados vayan a traerlo
"por bien o por mal "; salen éstos y no tardan en volver con Herrera.
Ante la actitud resuelta de Hidalgo, que se traducía no sólo en palabras , sino en
hechos, el acuerdo fué ya , entre el clérigo y los militares, convocar inmediatamente a
todos "los vecinos que estaban , o se consideraban prontos a seguirlos."
Rápidos pusiéronse en pie decididos a obrar . Hidalgo mandó llamar con los dos serenos a su
 vicario don José Gabriel Gutiérrez, al padre Mariano Balleza y a los operarios
de sus obradores , quienes, como advertidos que estaban, pronto acudieron. Pedro José
Sotelo , Juan de Anaya , Francisco Barreto , Isidoro Cerna , Ignacio Sotelo , José M. Perales,
Atilano Guerra , Manuel Morales , José M. Pichín , jesús Galván, Antonio Hurtado de
Mendoza, Pantaleón de Naya, Brígido González, Vicente Castañón, Nicolás e Ignacio
Licea, Pedro Barrera, Teodosio y José Pulido, a los que se unieron los vecinos José Ramón
Herrera, Juan Quintana, Francisco Moctezuma, Nicolás, Miguel y Francisco Avilés,
Julian, Tiburcio y Antonio Gámez, todos contados entre ellos los ocho hombres llamados
poco antes, son los primeros patriotas que en número de treinta acuden al lado de Hidalgo,
Allende, Aldama, Mariano Hidalgo y Santos Villa.
Reunidos frente a la casa, el Cura los arenga desde la ventana de su estudio, saltando
luego a la calle, y, como primer acto, en masa , se dirigen a la cárcel, donde el mismo
Hidalgo, pistola en mano, obliga al Alcaide a que la abra y eche fuera a los presos.
Libres los presos, se arman de palos y piedras, y sumados a los treinta primeros
insurgentes , con los que el grupo se forma de ochenta, van al cuartel y por sorpresa se
apoderan de las espadas de una compañía, allí depositadas, con las que quedan todos
armados. Fue el sargento mayor José Antonio Martínez quien les franquea la puerta, y
él mismo reúne a algunos soldados del destacamento, que se les agregan.
En seguida distribuyó Hidalgo a la gente para proceder a la aprehensión de los
españoles. Allende y Aldama se ocuparon en detener al subdelegado Fernández del Rincón,
 que aunque criollo, era la autoridad y no se inclinaba a su partido, y al encargado
del diezmo, Diez Cortina, sorprendiéndolos en sus habitaciones, donde los maniataron
y de las que extrajeron los fondos reunidos por el colector. El padre Balleza se dirigió
a la casa del padre Francisco Bustamante, sacristán de la parroquia y espía de la Inquisición;
 lo aprehendió sin dificultad y lo sacó a pescozones. Mariano Hidalgo y Santos
Villa fueron a apoderarse de los demás españoles. Todos, en número de dieciocho,
quedaron encerrados en la cárcel, poco antes vacía. Hiciéronse las aprehensiones sin
estrépito y sin encontrar resistencia en ninguno de ellos, como que no tenían noticias de
lo que iba a sucederles; solamente el subdelegado Rincón trató de hacer uso de sus
armas , mas Allende lo convenció de lo inútil de su intento, y don José Antonio Larrinúa
recibió pequeña herida (primera sangre española derramada) de uno de sus aprehensores,
Casiano Escija, en venganza de haber estado preso por acusación suya. No faltaron,
eso sí, mutuos improperios, y a manera de humorada los rebeldes remedaban la fuerte
pronunciación de las ces y las zetas de los aprehendidos.
Eran las cinco de la mañana del día 16; ya la claridad del cielo anunciaba la inminente salida
del sol, que en esta vez sería el de la libertad de un pueblo. A esa hora,
Hidalgo, que había mandado llamar a misa más temprano que de costumbre, hizo irrupción
con su gente en el anchuroso atrio de la parroquia. El campanero, conocido popularmente
con el nombre de el cojo Galván, dio el toque de alba, que en aquellos instantes resultaba
simbólico, y en seguida se puso a llamar precipitadamente a misa con el esquilón San
Joseph, que hacía veces de campana mayor, tirando de la cuerda atada a su badajo,
colgante hasta el pie de la fachada.
Era domingo y día de mercado, y en un momento hubieron de juntarse, con los feligreses que
 acudían, hasta doscientos hombres. Pronto serían más, conforme llegaran
vecinos de las rancherías cercanas.
Hidalgo, entonces, parado en el umbral de la puerta central del templo, enfrentándose a la
multitud y haciendo uso de su ascendiente sobre ella, como su pastor y como
elegido para encabezar aquel levantamiento, principió diciendo:
"Este movimiento que están viendo, tiene por objeto quitar el mando a los europeos,
porque como ustedes sabrán, se han entregado a los franceses y quieren que corramos
la misma suerte, lo cual no debemos consentir jamás." Habló vehementemente en seguida
del riesgo que corría la religión a la que era necesario salvar a toda costa; de la condición
 privilegiada de los españoles y de la triste suerte de los hijos del país, verdaderos
dueños de él; declaró que en adelante no pagarían ningún tributo; hizo un llamamiento
franco a la rebelión, indicando que quienes se incorporaran a sus filas con arma
y caballo, se les pagaría un peso diario y cuatro reales a los de a pie, y terminó con
las voces de "¡Viva la Independencia! ¡Viva la América! ¡Muera el mal gobierno!", que
exaltaron a los oyentes y les hicieron prorrumpir en repetidos gritos de "¡Mueran los
gachupines!"
Tal llamamiento, hecho por un pastor de reputación bien sentada entre su feligresía
fanática, sobre todo en lo relativo a la religión, en cualesquiera circunstancias habría
producido el efecto que se deseaba; pero éste era mucho mayor en aquel momento,
porque los ánimos acababan de recibir un fuerte impulso con ciertos ejercicios espirituales
conocidos bajo el nombre de "desagravios" que se acostumbraba hacer en ese mes
en casi todas las parroquias. Cuando oyeron, pues, a su cura las gentes sencillas de Dolores,
 que la religión peligraba, estuvieron prontas a ir al martirio y a secundar a su párroco
en tan gloriosa cruzada destinada a destruir al gobierno y los hombres enemigos de su
culto, que por añadidura lo eran de sus libertades.
Los feligreses que habían acudido a oír misa al tañer de la campana, se encontraron,
sorprendidos, con que su guía espiritual que antes les hablara mansamente de caridad y
amor, ahora había abandonado el púlpito y al aire libre erigía la tribuna revolucionaria
para lanzar frases llameantes, invitando, en vez de la resignación, a la rebeldía, y
trocando la cruz por la espada.
Estaba dado el grito de libertad; lanzada la chispa que podía convertirse en vasta
conflagración. El acto parecía impremeditado, pero no lo era, tenía su origen desde la
fusión de las dos razas, la conquistadora y la conquistada, y las condiciones sociales
 prevalecientes durante tres siglos, lo vinieron elaborando día tras día.
Sin embargo, el acontecimiento se había precipitado con la denuncia de la conjuración,
y tal vez los hechos posteriores iban a sucederse asimismo con rapidez, no dando lugar
de momento a otro plan que el de derrocar un viejo régimen y exterminar al enemigo
a los gritos acabados de lanzar, que eran cifra y compendio de los sentimientos de la
muchedumbre vejada y dolorida.
Momentos después de su arenga, Hidalgo contaba con más de seiscientos hombres.
La multitud, encabezada por sus jefes, se desbordó sobre la plaza. Los gritos de entusiasmo
 se sucedían sin cesar y el vocerío de los sublevados resonaba ya en toda la población .
 Las campanas de la parroquia fueron echadas a vuelo por ellos mismos.
Entonces el Cura, que de pastor de almas se convirtiera de pronto en jefe de tropas,
tras las primeras órdenes viriles dadas y aun llevadas a cabo personalmente poco antes,
siguió dictando disposiciones como si aquel hubiera sido el ejercicio de toda su vida.
Allende es el primero en acatar su autoridad, aquella autoridad acabada de nacer, pero
que comenzó a hacerse sentir con la fuerza irresistible que sólo emana de los conductores
de pueblos.
A fin de seguir armando a su gente, ordenó que violentamente se fueran a traer gran
cantidad de hondas que habían fabricado en El Llanito y las lanzas construídas en
Santa Bárbara, así como algunas armas de fuego, bastantes terciados de acero, caballos
y monturas, que se guardaban en esta misma hacienda. Comisionó a Anacleto Moreno,
que acababa de llegar del rumbo de San Luis Potosí a donde lo había enviado días antes
a apalabrar gente, para que acompañado de José de la Cruz Gutiérrez volviera inmediata
mente a procurar el levantamiento de la gente de campo de la misma región; iguales
comisiones mandó a Guanajuato a Querétaro, a México, Guadalajara y otros lugares,
para que de acuerdo con los jefes de las juntas conspiradoras, dieran el grito de independencia.
Mandó invitar al capitán Mariano de Abasolo a que se uniera al movimiento,
pero el jefe de la guarnición había salido de su casa , después de las primeras horas, con
rumbo desconocido, por lo que no recibió el recado.
Encarga a Allende la organización de la gente reunida y aún por reunir , y él puede
moverse en distintas direcciones, dando otras muchas órdenes.
Procede el Capitán a formar pelotones, designándole a cada uno un jefe, y los va
alineando en larga columna al costado norte de la plaza. Se agregan más vecinos del pueblo y
 labriegos de los puntos comarcanos, y se les suma el destacamento entero del
Regimiento de la Reina, que acababa de defeccionar, integrado por treinta y cuatro
hombres. Se termina de armar a todos con las armas quitadas a los españoles , las
 guardadas en los talleres del Cura, las traídas de Santa Bárbara y El Llanito, y los
 que no alcanzaron se proveyeron de garrotes y piedras.
Hidalgo, por su parte, dispuso que como el subdelegado Fernández del Rincón no
era español, sino criollo , se le pusiera en libertad y se le dejara en su casa curándose,
que ocupara su puesto don Mariano Montes y se hiciera cargo de la parroquia el presbítero
don José María González. Encomendó el arreglo de sus obradores a los operarios Pedro
José Sotelo, Manuel Morales y Francisco Barreto, consistente en guardar algunas existencias
de productos y las herramientas, y liquidar varias cuentas pendientes. Por último,
cuidó de asegurar a sus hermanas Vicenta y Guadalupe, que quedarían en casa mientras
pudieran ponerse a salvo de persecuciones, y se despidió de ellas.
A las once de la mañana estaba enteramente lista la columna, integrada por cosa de
ochocientos hombres de los que la mitad eran de a caballo.
Momentos después se presentó Hidalgo montado en un caballo prieto de pequeña
alzada. Dio orden de sacar a los españoles de la cárcel, los cuales fueron traídos, excepto
 el herido Larrinúa, el anciano don Luis Marín y cinco más "a quienes debía particular
estimación "; se distribuyeron convenientemente, bien asegurados y montados en mulas
de recua, y se lanzó la voz de "¡Marchen!"
Se había pensado salir directamente para Guanajuato por el camino de la sierra
que lo une con Dolores, pero a última hora se resolvió rodear por el corazón del Bajío,
aún libre de enemigo, para atraer mayor número de gente. La columna, pues, se desprendió
 a lo largo de la calle que conduce al puente sobre el río de Trancas y a la hacienda
de La Erre.
Hidalgo la vio desfilar, y cuando pasó la extrema retaguardia, una moza popular en el
pueblo, llamada Narcisa Zapata, que también veía el desfile desde una ventana de su casa,
recibió el saludo de despedida del párroco y le dijo:
-¿A dónde se encamina usted, señor Cura?
-Voy a quitarles el yugo que tienen , muchacha.
A lo que Narcisa, entre irónica y escéptica, contestó:
-¡Será peor si hasta los bueyes pierde, señor Cura!
Hidalgo, con Allende, Aldama, Balleza, Santos Villa y su hermano Mariano, rodeándolo
a manera de estado mayor, cerró la marcha.
¡Y la larga columna, a la que daban abigarrado aspecto los trajes de paño, gamuza o
pana de los rancheros de a caballo, los vistosos uniformes de los dragones del Regimiento
de la Reina, y las ropas raídas de los indios, pronto recorrió las calles de salida , ante las
atónitas miradas de los que se quedaban; cruzó el puente, entró en el yermo camino de
la hacienda de La Erre, tendido como una ancha cinta hacia lo incógnito, y se alejó
envuelta en una nube de polvo, que parecía de oro bajo la luz radiosa de aquella mañana
estival